Ya hemos vuelto de vacaciones, al menos este sacerdote, y ni ha cambiado mucho el disfrute de éstas, ni la desesperación de la vuelta a la rutina productiva.
Eso sí, durante las dos semanas recién pasadas he jugado al golf todo lo que he podido, que siempre es menos de lo que hubiera querido porque cerca del mar sopla un viento que en ocasiones hace difícil jugar.
Si reconocer lo que hacemos algunos como golf no es fácil, en días de viento de poniente desatado prefiero no describirlo para no aumentar la depresión postvacacional. Y dependiendo del clima y de la suerte puedo jugar un poco mejor o un poco peor, puedo mostrar mi tarjeta con más o menos rubor, todo, en definitiva, puede moverse un poco hacia lo bueno o hacia lo malo.
Lo que no cambia nunca es que, juegue donde juegue, me encuentro siempre las chuletas a dos metros de su agujero, los “bunkers” sin rastrillar y los piques de los “greenes” sin arreglar. Lo gracioso es que, si le preguntamos a cualquier jugador de golf sobre la faz de la tierra jurará y perjurará que él arregla los piques, rastrilla la arena y repone las chuletas. Algo no cuadra.
O mejor dicho, todo cuadra, porque ¿qué me hace pensar que el maleducado que no hace ninguna de estas imprescindibles labores va a tener la gallardía de reconocerlo? Los responsables de los campos, como norma general, se desviven para que los encontremos en el mejor estado posible. Es la única política que pueden seguir si quieren que volvamos a jugarlos previo pago del “green fee”.
Y ya pueden volverse locos a reparar desaguisados, que no serán capaces de hacerlo a más velocidad de la que otros dejan su rastro en el recorrido. Y, por si sirve de inspiración a los poco respetuosos, siempre pienso lo mismo cuando piso un “bunker”: “no me gustaría que mi bola cayera en esa huella y me costara dos golpes sacarla”. Cuando levanto chuleta porque le pego bien a la bola me sube un escalofrío por la espalda que me encanta y, claro, lo de quitarme el guante lejos de “green” y arreglar el pique causado por haberla puesto allí con un hierro ocho, siete o seis es un gustazo casi místico. Si alguien que no suele cumplir esta parte de la etiqueta probara, vería que no cuesta nada, y es de las pocas cosas que los amateurs podemos hacer como un profesional.