Nada que objetar a cómo se ha desarrollado la competición, a cómo los americanos han sido superiores y al comportamiento de los jugadores y del noventa y tantos por ciento del público.
Ha habido, es verdad, algunos energúmenos entre los que estaban fuera de las cuerdas, pero también es verdad que la gran mayoría han sido educados, han sabido animar a su equipo sin resultar antideportivos y no han hecho nada que no hubiera hecho el público europeo de haberse celebrado a este lado del Atlántico.
No conviene insistir mucho sobre la influencia que tres imbéciles han tenido en el juego, por ejemplo en el de Rory McIlroy, porque parece que esto puede servir para animar a familiares suyos a hacer lo mismo. Si saben que pueden desestabilizar a un jugador diciéndole burradas o insultándole puede ocurrir que tomen esa costumbre, así que mejor dejémoslo.
Lo que sí podemos y debemos comentar es el buen papel que han hecho los nuestros, con un Sergio García en su línea y un Rafa Cabrera que parecía estar jugando su cuarta Ryder cuando en realidad era la primera. Sergio demostró que es un García distinto al de los torneos Grandes, y en la Ryder se crece y es todavía más jugadorazo que normalmente.
Rafa no ha aparentado sufrir la presión que todo novato soporta, y ha jugado como los ángeles incluso en solitario, cuando derrotó a Jimmy Walker, el campeón del PGA, el último Grande disputado. Enhorabuena a los dos, aunque el resultado final haya sido malo, porque ellos sí lo han hecho bien y les veremos en muchas más ediciones con toda seguridad.
Por último quiero mencionar a Thomas Pieters, otro que siendo novato ha jugado como si disputara una Ryder cada dos meses y, además de un juego soberbio ha exhibido un aplomo y una personalidad que, salvo error o lesión, le hace fijo para 2018. En fin, enhorabuena a los campeones, un aplauso a los dos equipos y hasta dentro de dos años.
Ya empezamos a contar los días que faltan…