El campo, construido especialmente para los Juegos de Rio-2016 en lo que fue una reserva natural cerca de la playa en el oeste, pretendía además iniciar a los brasileños a un deporte que apenas conocen y colocar a Rio en el circuito internacional del golf. Pero en lugar de eso, las instalaciones que costaron 19 millones de dólares, diseñadas por el reconocido arquitecto estadounidense Gil Hanse, corren el riesgo de convertirse en un elefante blanco.
Y las dudas sobre su futuro se acentúan por una disputa sobre pagos, que podría incluso propiciar la salida de la compañía responsable de mantenerlo. Además, el campo principal estaba cerrado por mantenimiento. El club no sólo estaba vacío, sino casi totalmente desamueblado. En el café no hay sillas, un solitario camarero y otro hombre esperaban en silencio que aparecieran los clientes.
Una instalación que hace unos meses acogió a algunos de los mejores golfistas del mundo no tiene tienda de golf en sus instalaciones, tampoco una web, incluso, como aseguran desde AFP, llegar hasta el campo es difícil: no hay señalización que indique la entrada.
Envalentonados por la ausencia de actividad humana, los habitantes más salvajes de la instalación olímpica parecen estar felices. Aves y mariposas vuelan a su gusto. Una capibara -un roedor del tamaño de un perro- camina cerca del agua. Y cuando un caimán emerge desde el estanque, parece completarse el cuadro de una tierra olvidada.
Los otros dos campos de golf de Rio de Janeiro no alcanzan estándares internacionales y pertenecen a exclusivos clubes privados. El olímpico, manejado por la Confederación Brasileña de Golf (CBG), es público.