Si algo ha caracterizado siempre a Tiger Woods es que nunca ha dejado indiferente a nadie. Los incondicionales han defendido a capa y espada que el juego que tantos años desplegó el astro negro, y con el que tanto hemos disfrutado todos los amantes de este deporte, no era casual. Que el que tuvo, retuvo y que cualquier día ese golf, dormido en su interior durante tanto tiempo, saldría del letargo.
Mientras, la espera empezaba a ser desesperante y las noticias que nos llegaban sobre Woods no eran las más agradables. Incluso hoy, después de haberse enfundado su quinta Chaqueta Verde, algunos medios han preferido tirar de sensacionalismo para titular lo que, sin duda, ha sido una verdadera gesta.
Pero sean magnánimos. No carguen contra quien tiene necesidad de mantener su puesto de trabajo o, tal vez, ocultar su ignorancia tras una foto en blanco y negro. Sea como sea. Tiger ha vuelto y lo ha hecho como si no hubiera pasado el tiempo. Vestido de rojo y negro, con esa camiseta que algunos se empeñan en mantener dentro de las reglas de etiqueta a fuerza de explicar que “no es una T-shirt porque no es de algodón”. Madre mía, cuanto acomplejado queda todavía en este deporte.
Por eso es tan necesario que Tiger gane. Que lo haga a sus 43 tacos, luciendo camiseta y pasando por Augusta como un elefante en una cacharrería. Permitiéndose el lujo de certificar su victoria con bogey en el 18.
Vamos, callando bocas.