Ha quedado claro que Escocia es la cuna del golf. En ningún otro país del mundo se habrían podido ver en apenas tres días de competición y tres de entrenamiento a 400.000 espectadores vibrando por una competición que en 1927 un hombre de negocios como Sammuel Ryder se sacó de la manga. Ochenta y siete años después la Ryder es una de las competiciones deportivas más importantes del mundo y su repercusión brutal con presencia en más de 500 millones de hogares de todo el mundo.
Europa ha vibrado, una vez más, con este torneo que es el único en el que se engloba a todos los países que conforman el continente europeo en un equipo y bajo una misma bandera. Quizá por eso los americanos, tan patriotas y orgullosos de su origen, no comprenden como una selección de jugadores, cada uno de un país, puede con ellos año tras año.
La realidad es que, seguramente, sus individualidades son mejores pero en equipo Europa no tiene rival. Ahí está el secreto. No hay más. No está en la magia de Poulter y su espíritu, no está en la calidad del número uno del mundo ni el los toques de genialidad de un Sergio García que no gana Majors pero que no deja de elevar hasta el cielo Ryders Cup, ni en las ganas de jugar esta competición de Lee Westwood -que ya lleva diez-. No. La verdad está en el equipo, en su amistad, en su coraje y en la creencia de que son los mejores del mundo juntos.
Contra todo eso ni la calidad de Mickleson, la potencia de Watson o Mahan o la experiencia de Furyk pueden derrotar la ilusión de un combinado que desde el 85 está intratable. Una semilla que surgió con Seve Ballesteros y con los que luego le siguieron haciendo de un pobre equipo que apenas había ganado tres ediciones en 50 años un grupo de jugadores que a lo largo de los años se ha convertido en casi imbatible.
A ello han ayudado hombres como Paul McGinley, José María Olazábal, Sam Torrance o Bernhard Langer que con ellos hicieron también grandes a sus grupos de jugadores y a la ilusión de tener un equipo que se llama Europa.