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Golfeando por el mundo (I)

Golfeando por el mundo (I)

jueves 21 de enero de 2010, 00:00h

Al comienzo de mi afición por el deporte del golf tenía un trabajo que, de manera excepcional, me permitió viajar por medio mundo. Si la fiebre del golf siempre es alta, cuando te inicias puede llegar a ser, como todos sabemos, patológica.

Así, con unas enormes ganas de jugar y viajando por el mundo a lugares poco convencionales, pude hacerlo en campos realmente singulares. Por ejemplo y por poner el más raro de todos, jugué en Port Stanley que para los que no lo sepan es la capital del archipiélago de las islas Malvinas o Falkland Island si utilizamos el nombre español o el inglés.

Las Malvinas son como un enorme descapado en mitad de un océano bravo, de luz intensa, vientos furiosos, costas rocosas y una curiosa población de colonos ingleses para los cuales esa tierra es su vida cotidiana. Salir de allí y entrar es difícil por lo que. confinados en el fin del mundo, durante generaciones han hecho de ese terreno pedregoso y aventado en los cuarenta rugientes su hogar. Conservan las ventanas con flores y visillos, el te de las cinco, la pulcritud de las calles y la misma discreción de trato que cualquier pueblecito inglés en cualquier parte del imperio, desde las islas Feroe hasta las Georgias del Sur, pasando por supuesto por la campiña galesa.

Y entre esas formas que les hace sentirse británicos por encima de todo, tienen también, como no podía ser de otra forma, campo de golf e hipódromo. Jugar, al menos para un europeo, en ese campo, es un viaje a los orígenes del golf, unas calles que se confunden con el campo (no de golf, sino campo, campo) y unos greenes cuya diferencia es que no tienen piedras y tienen un agujero que es el hoyo, un viento salvaje que llevaba la bola de un extremo y unos compañeros de partido de exquisito trato que amablemente me invitaron son los únicos recuerdos fiables del partido más meridional que uno puede jugar.

Por el cielo las nubes cruzaban a velocidad de vértigo mientras las gaviotas a penas vencían en su lucha contra el viento para acercarse a sus nidos. Ni del resultado, ni de otro dato útil tengo memoria. Al terminar unas pintas de cerveza en el pub, presidido por un antiguo mapa en el que las doce familias que colonizaron ese espacio se repartieron en extensas fincas el archipiélago y al que sólo pude entrar cuando uno de los lugareños me dejó corbata y americana, como si estuviéramos en St. Andrews es el recuerdo que tengo de aquel extraordinaria partida.

Imagino que si hoy en Internet ponemos Port Standley y golf, nos saldrá toda la información. Creo recordar, también, pero esto ya no lo puedo asegurar fielmente que por entonces, el campo de golf compartía terreno con el propio hipódromo, como los dos lugares más llanos, con hierba y arreglados de la ciudad. Es una de las pocas cosas buenas que tiene el tiempo, que los recuerdos se vuelven relatos. Seguiremos.

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