La 144 edición del Open Championship ha presentado todos los ingredientes para convertir a los más “ateos del golf”. Ha sido un Major de los que hace afición por muchas razones.
A primera vista, una prueba que se juega en cuatro días, de los cuales al menos la mitad abunda el frío, el viento y la lluvia, en un campo sin árboles y con unos bunkers imposibles, no invita a la llegada de nuevos aficionados.
Sin embargo, hay que tener fe y quedarse unos minutos viendo el desarrollo de la prueba. Igual que en el Tour de Francia, donde cientos de aficionados esperan durante horas en carretera para luego ver a los ciclistas durante unos minutos, en el Open hay que tener paciencia porque enseguida llega la magia.
Entonces los aficionados van comprobando que St. Andrews es la cuna del golf, donde nació este deporte. Ese escenario enmarca una competición que este año alcanza la 144 edición, donde los mejores jugadores del mundo practican un juego clásico, fuera de las matemáticas, porque cada golpe depende de las circunstancias.
Este año, además, esas circunstancias han sido variadas. El jueves, por ejemplo, se vivieron varias estaciones, con sol, lluvia, viento y frío. El viernes no se pudo jugar por fuertes vientos de más de 60 kilómetros por hora. Y encima la prueba se terminó en lunes, una circunstancia que no se daba desde que Seve ganó su tercer Open en 1988.
Esa magia del golf se ha incrementado con varios jugadores en la pelea, incluido un español, Sergio García, que lo ha vuelto a tener muy cerca. La disputa de la Jarra de Clarete entre Jordan Spieth, Jason Day, Louis Oosthuizen, Zach Johnson o Mark Leishman, ha dado más emoción a la prueba, con un play off entre tres muy atractivo y que pedía a gritos que siguieran empatando.
El Open ha vuelto a enamorar. La magia del golf ha mostrado, sin trucos, la emoción de este deporte.