Dicen que fueron los felices 20. Tiempos en los que el mundo se divertía antes de caer en la gran depresión con la que se cerró el tercer decenio del siglo XX. Años en los que Bobby Jones y Walter Hagen se repartían la mayoría de los Grandes de la época dejando un legado que ahora, los más nostálgicos, recuperan vistiendo pantalones bombachos y blandiendo palos de madera de nogal. Y es que, ya se sabe, la historia está condenada a repetirse y las modas pasadas acaban recuperando la actualidad perdida para que lo vintage cobre una especial vigencia gracias al avispado escocés que parece tener el monopolio del mercado de los palos de hickory.
La verdad es que el golf de hace 100 años haya vuelto a nuestras vidas me parece una simple anécdota. Si quieren, una anécdota divertida. Sin embargo, me hace pensar que hemos caído en la mala costumbre de vivir del recuerdo, de instalarnos en la melancolía de que cualquier tiempo pasado fue mejor, añorando la época en que los calendarios del European Tour se llenaban de banderas españolas como sede de sus torneos y repitiendo como un mantra que llegamos a tener siete citas al año hasta que la crisis nos dejó en un segundo plano de la agenda profesional europea.
Por eso, ahora que no solo comenzamos año, si no también década, hay que mirar adelante con propósitos más elevados. Con los magos de Oriente a la vuelta de la esquina, es tiempo de pedir que el oro olímpico sirva para diferenciar esta década de lo vivido en las anteriores. De reivindicar que las jugadoras españolas se equiparen a sus colegas masculinos y que también ellas puedan presumir de tener majors en sus vitrinas. Pero, sobre todo, es tiempo de exigir que entre todos logremos que el golf se convierta en esa cita de masas que hace que otros deportes sean populares. Aunque, la verdad, esto último es casi lo más fácil de todo. Si cambiamos los nombres a Melchor, Gaspar y Baltasar por los de Carlota, Jon y Sergio, y metemos como paje a algún inversor privado, el espectáculo está servido.