Leyendo la pequeña crónica que describo a continuación, uno puede intuir las experiencias que viviremos los que dentro de algunas semanas viajaremos a las tierras más desconocidas y primitivas del continente africano. Una expedición fotográfica que desde hace unos años permite adentrarnos y retratar el modo de vida de lo que posiblemente sea el pueblo que más ha conservado las tradiciones ancestrales de África.
Año tras año mi todo terreno se ha ido internando en algunos de los rincones más fantásticos y desconocidos de África. Desiertos y selvas crearon en mi mente sueños y fantasías que poco a poco y con el paso del tiempo, se iban convirtiendo en realidad. Sin embargo, había un sueño que parecía no querer despertar. Vivir situaciones a las que Livingtone o Stanley se habían enfrentado durante muchos años de expediciones por el oeste africano, era algo que parecía no tener un momento de realidad en mi vida.
Un día un amigo me llama y me dice, Juan Antonio, prepárate que nos vamos a hacer realidad uno de tus sueños: dentro de dos semanas estaremos en el sur de Etiopía. No me lo podía creer. Para mí no era el mejor momento, pero era una oportunidad que no se podía dejar escapar.
Estaba a punto de llegar a un país que cubrió con creces todas mis expectativas. Un país de infinitos contrastes que más bien parece un continente dentro de una nación. Tribus que parecen sacadas de los manuscritos de Livingston, desiertos y volcanes que no deben estar muy lejos de las puertas del infierno, caravanas de camellos dibujando líneas en el infinito o iglesias ortodoxas capaces de enloquecer al más hábil de nuestros arquitectos. El sueño estaba a punto de hacerse realidad.
Sólo quedaba ponerme a escribir el cúmulo de experiencias que irían surgiendo desde el momento del aterrizaje en Addis Abeba. No llevaba la pluma de Stanley, pero sí un pequeño ordenador para registrar todo lo que fuera sucediendo. Alguna concesión había que hacer al siglo XXI.
Después de muchas horas de vuelo hemos llegado a la capital de Etiopía. Por delante nos esperan duras jornadas a través de las regiones más duras y menos conocidas de toda África. Algunas de las tribus más primitivas del mundo se encuentran en un perdido y peligroso triangulo reclamado por Sudán, Kenia y Etiopía. Un triangulo partido por el río Omo. Un museo étnico en el que Surmas, Dizis, Meen, Bumes, Dassanech, Karos, Hammer o Mursis, se disputan tierras o cabezas de ganado de la misma forma que lo han ido haciendo desde hace siglos En la depresión del Danakil conviviremos con los Afar. Esta región es la más calida del planeta con una media anual diaria de 34 grados. El lago de lava más grande del mundo se encuentra allí. Uno de los objetivos será alcanzar la cumbre del volcán por la noche.
La llegada a Jimma supone acercarnos a una de las zonas tribales más interesantes del país. Los cuatro todo terreno se encuentran junto a la pista de aterrizaje cargados con suministros para varios días. Tiendas de campaña, colchones, víveres, guías y un cocinero, se suman a nuestro equipaje.
La pista es dura y lenta. Por delante tenemos casi 250 kilómetros a través de grandes zonas boscosas de montaña. La temperatura no sobrepasa los 26 grados y al atardecer desciende hasta los 13 grados. Es de noche y estamos en Mizan Teferi. Casi nueve horas sobre los vehículos. Y al día siguiente intentaremos alcanzar Kibish, el último poblado al que se puede acceder en coche. A partir de allí continuaremos con porteadores y mulas para internarnos en la región del Omo.
¡Qué colorido¡. Impresionante la capacidad de pintar y decorar las casas con colores imposibles. A partir de Mizan Teferi el paisaje vuelve a cambiar. Bosques de montaña hasta iniciar el descenso a Dima. Y pasamos de los 1.450 metros de altitud en Mizan a los 600 de Dima.
No podía creer que en tan pocos kilómetros exista un cambio étnico tan drástico. De la etnia Oromo a los Surma. Esbeltos cuerpos pintados y desnudos o con una ligera túnica azul, aparecen con los rebaños. Es un salto en el tiempo. De los bosques a la sabana.
Un auténtico viaje al pasado. Desde hace muchos años había soñado poder convivir y fotografiar a este pueblo. Sueño convertido en realidad.
Los todo terreno nos han acercado hasta una de las zonas más interesantes para poder disfrutar del modo de vida tradicional de este pueblo. Hemos tenido suerte ya que no ha llovido por la mañana, de lo contrario los vehículos no hubiesen podido trepar hasta la siguiente aldea. Varios guías Surma armados con kalashnikov nos conducen hasta el jefe del poblado. Después de negociar nuestra entrada en su territorio, empezamos la ascensión por las montañas. La temperatura ha subido hasta los 36 grados y el calor nos lleva al límite de nuestras fuerzas.
Después de dos horas de ascensión y descenso hacia la otra vertiente, llegamos a la charca en la que habitualmente se decoran los cuerpos con tierra de colores. Un arte sobre la piel. Las imágenes son casi irreales. Imponentes cuerpos desnudos con trazas y líneas nos sorprenden, sobre todo a las mujeres. Los dibujos de sus cuerpos y las telas de colores componen fantásticas composiciones.
En una nueva etapa intentaremos alcanzar otra aldea para ver la Donga, una lucha tradicional realizada con largas varas de madera. Un jefe Surma nos ha dicho que en una pradera a unos 20 kilómetros de nuestro campamento se celebrará un encuentro entre dos pueblos.
Los 4x4 nos acercan al lugar en el que se celebrará la Donga. De la espesura del bosque se oyen unos cánticos que ponen los pelos de punta. De repente, una multitud de hombres desnudos y decorados con pinturas naturales de diferentes colores surgen como una aparición. Amenazantes y provistos de largas varas de madera, se dirigen hacia el campo de batalla, una extensa llanura en la que ya espera el equipo contrario. Cada uno clava su bandera en el suelo, se forman grandes círculos y se inicia una auténtica batalla a bastonazos. El ambiente es indescriptible y casi irreal. En una superficie de unos tres mil metros cuadrados, parejas de luchadores se amenazan y golpean con las varas de madera en un ritual violento que nos hace sentir una sensación de cierta inferioridad ante una especie de superhombres que parecen estar hechos de otra pasta. Los golpes son brutales y la mayoría de ellos no usan ningún tipo de protección.
Entre los espectadores se encuentran las chicas que seguramente terminarán por formar pareja con algunos de los campeones que son transportados a hombros por el resto de luchadores.
Han pasado más de tres horas de batalla y es como si sólo hubiesen pasado varios minutos. En el ambiente flota una tensión salvaje y primitiva. Un salto al pasado y a las tradiciones más ancestrales. Aquí los fantasmas y los extraterrestres somos nosotros. Estamos de más en este escenario y así nos lo hace sentir la indiferencia con la que nos tratan. Este es su mundo y no el nuestro. Con esa sensación abandonamos el terreno. El ambiente está demasiado caldeado y nuestra seguridad puede verse amenazada.
Sin embargo, además de las sensaciones y vivencias recibidas, en mi equipaje viajan imágenes a punto de la extinción, posiblemente uno de los últimos recuerdos gráficos del África que más de uno hemos soñado.