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El paraíso puede estar en Maquinista Savio

MDO | Viernes 13 de noviembre de 2009

Dicen que el golf ha sido y sigue siendo un deporte elitista, para gente con dinero o para unos pocos. Hay decenas de casos que demuestran lo contrario. Este es uno de ellos. Pasó y pasa en Argentina y merece la pena que todo el mundo conozca la historia de lo que sucede con el golf en el modesto barrio de Ovejero, en la localidad de Maquinista Savio, en Buenos Aires.



Escribe Santiago Casaniello para Crítica Digital que “hace un año, durante el final del invierno 2008, a Fernando Enrique, un vecino del muy humilde barrio de Ovejero, en la localidad de Maquinista Savio, partido de Escobar, en la provincia de Buenos Aires, Argentina, lo mataron en una pelea callejera, de esas que llenan de sangre absurda el día a día del pueblo. Tenía 24 años y trabajaba de caddie en la cancha de golf del Jockey Club de San Isidro, en Buenos Aires.






 

Enrique dejó un legado deportivo insólito: un “club” de golf en su barrio que es un mundo de carencias. La cancha está ubicada en un extenso terreno baldío de 600 metros por 150, lleno de charcos y bolsas de nylon que en algunas partes le dan aspecto de basurero. Ahora lo dirige el que era su amigo del alma, Ezequiel González, pintor desocupado de 22 años.

 

González aprendió hace casi una década, gracias a Enrique, a “quebrar la muñeca, abrir las piernas, arrastrar el palo hacia atrás, girar los hombros y volver al cielo”. Ésas son sus palabras. O sea, se enamoró del golf, un deporte al que, visto desde la pobreza de Ovejero, parecieran jugarlo extraterrestres de planetas tan lejanos como más allá de los muros de los Clubes de golf esparcidos por decenas en esa zona del Gran Buenos Aires.
 

 

El “club”, al que ahora bautizaron Línea Golf Club -Línea era el apodo de Enrique- sólo tiene dos cosas en común con cualquier club de golf del mundo: la voluntad de llamarlo así de los que lo fundaron, y lo más importante: un inmenso espíritu deportivo. No hay ni perímetro, ni vestuarios, ni un solo cartel. Los banderines son cajitas de vino de cartón clavadas en palos de madera o metal, y los greenes tienen la hierba tan corta que apenas crece. Palos tienen sólo cuatro, regalo de un caddie. “Esto empezó con fuerza hace dos años” -asegura Ezequiel-. “La gente se acerca por curiosidad. Al principio les pegábamos a las pelotitas con palos de hierro que conseguíamos en talleres mecánicos”, cuenta González, que pese a no tener trabajo, se las arregla para vestir con pinta de golfista: pantalón de franela, camisa a cuadros, suéter fino con cuello en V, zapatos. Todo medio gastado pero la impronta está. Y es que a falta de nada, la idea del golf agarró fuerte en el barrio. Ya juegan más de quince chicos, veinte jóvenes y también algunas personas mayores que fueron caddies hace años y que se pasan por el club de vez en cuando para recordar el swing de otros tiempos. González es el que da las clases.
 


Hay una cuota simbólica y un handicap que se les asigna a todos los jugadores. La cancha -un terreno municipal- está rodeada por un barrio de policías que la usa de basurero. El gran temor de todos es que finalmente se termine construyendo otra urbanización y adiós a la cancha. “Ojalá que no nos la quiten, porque yo me la imagino muy bonita, con pinos, álamos, sauces y algún lago”, dice González”.






 

Un claro ejemplo de lo que puede significar un deporte como el golf para mucha gente. Muy lejos quedan los esterotípos de lo que para un europeo puede ser este deporte. En pueblecitos como Maquinista Savio el golf puede llegar incluso a ser la puerta abierta hacia la libertad.